Todo estaba muy tranquilo. Demasiado. Desde que el ruido había cesado, Edein no había dejado de ver cosas extrañas. Había visto cadáveres putrefactos salir de la tierra. Había visto un jinete sin cabeza cabalgar a la luz de la luna. Había visto un demonio hablar con un ser pequeño, algo parecido a un goblin o un enano, no sabría definirlo.
Había visto a cientos de no muertos marchar.
Cuando se aseguró de que nadie podía verla, se dirigió en dirección contraria a la marcha. Siempre había tenido claro que debía alejarse de los problemas. Y quizá pudiese averiguar algo más acerca de aquella mujer que no podía morir.
Al amanecer, llegó a lo alto de una montaña que había al norte. Por el aspecto que tenía, debía de ser la guarida que le había dicho. No era más que un agujero en la roca con una imponente entrada tallada en la piedra. A pesar de la simplicidad de aquel lugar, Edein se sintió muy pequeña y algo temerosa.
Cierro los ojos. Ha llegado a la cueva. Bien, que husmee. Si comete cualquier estupidez, será sencillo librarse de ella. Si no, quizá sea más fácil convencerla de que se una a mí.
Abro los ojos. Las trompetas de guerra resuenan a lo lejos.